Las brujas en la literatura y el arte
Un viaje interactivo
Un viaje interactivo
De Shakespeare a los hermanos Grimm
La figura de la bruja ha recorrido las páginas de la literatura y los lienzos del arte como un ser mutable: a veces monstruo, a veces sabia, otras tan humana que revela las tensiones sociales de su época. En este capítulo se traza un recorrido desde la representación dramática que alcanzó su apogeo con Shakespeare hasta las versiones folklóricas que los hermanos Grimm codificaron en su recopilación, pasando por la impronta pictórica, la iconografía popular y los giros simbólicos que transformaron a la bruja en emblema de poder, peligro o marginalidad. No se trata solo de seguir una cronología, sino de comprender cómo cada época reeditó la figura según sus miedos, sus deseos y sus imaginarios estéticos.
La irrupción shakesperiana de las Tres Hermanas en Macbeth no es mera decoración: son un dispositivo dramático que condensa la ambigüedad entre predicción y manipulación. En sus reacciones y en su habla enigmática —con cánticos, conjuros y metáforas—, las brujas introducen la idea de que el conocimiento prohibido puede alterar la trama política. Artísticamente, los pictóricos posteriores retomaron esa ambivalencia; artistas barrocos y románticos las pintaron tanto como figuras grotescas con rasgos exagerados, como portadoras de una extraña belleza siniestra. En la literatura, su potencial simbólico se extendió a la metáfora del otro: la mujer que desafía normas de género, la anciana que vive fuera de la comunidad o la mujer curandera que sabe demasiado.
El tránsito hacia la cultura popular y el folclore transformó la bruja en personaje de cuentos. En los hermanos Grimm, la bruja aparece con roles claros: obstáculo moral, prueba iniciática o catalizador del mal que enfrentan los héroes. Sin embargo, estos relatos no son neutrales; condensan advertencias sociales sobre obediencia, castigos y la naturaleza del poder. Comparando los cuentos de Perrault y los de los Grimm se aprecia una variación: donde Perrault a menudo moraliza de forma explícita, los Grimm retienen una textura más arcaica y ambigua que permite lecturas múltiples sobre la ambición, la pobreza, y la relación entre apariencia y esencia.
En las artes visuales, la iconografía de la bruja consolidó símbolos que incluso hoy reconocemos: el caldero, la escoba, el sombrero puntiagudo, el gato negro, y la luna llena. Cada uno de esos elementos tiene genealogía propia —el caldero remite a prácticas de cocina y alquimia; la escoba, a la domesticidad invertida; el gato, a la compañía animal que desafía las jerarquías humanas— y al combinarse crean un lenguaje visual instantáneamente legible. A lo largo del XIX, con el auge del Romanticismo, los pintores recuperaron tanto la figura terrorífica como la figura melancólica de la bruja, ligada a la soledad del paisaje y al exotismo de lo pagano. En el siglo XX, la iconografía se diversificó: hubo relecturas feministas que reivindicaron la figura de la curandera o la mujer sabia, y visiones comerciales que la redujeron a estereotipo Halloweenesco.
La dimensión histórica no puede soslayarse: la persecución de supuestas brujas en Europa y América moldeó la percepción colectiva y dejó huellas en la literatura. Los juicios por brujería, las excomuniones y las ejecuciones alimentaron relatos y leyendas que legitiman la figura de la bruja como chivo expiatorio. Literariamente, autores posteriores explotaron esos episodios para explorar temas de histeria colectiva, injusticia y manipulación política. Artistas visuales, por su parte, representaron escenas de procesos con una carga dramática destinada a cuestionar la barbarie o, en algunos casos, a justificarla, según el contexto ideológico del creador.
La sexualidad, la edad y la independencia económica son parámetros que con frecuencia aparecen en la construcción de la bruja en la literatura y el arte. La mujer que envejece, que vive sola, que practica medicina popular o que se niega a roles maritales es una figura que fue fácil de convertir en amenaza simbólica. Pero también existen contra-relatos: textos y pinturas que reivindican su sabiduría o que la ponen en la posición de víctima del prejuicio patriarcal. En la crítica contemporánea, esa ambivalencia ha dado lugar a interpretaciones feministas, queer y postcoloniales que revalorizan la brujería como resistencia cultural y como repertorio de saberes marginales.
La popularización moderna, con su estética de masas, ha diluido algunas de las complejidades pero ha permitido una proliferación de reinterpretaciones: la bruja como heroína en novelas contemporáneas, la bruja empresaria en series televisivas, la bruja ecológica como guardiana de saberes tradicionales. Cada reinvención dialoga con el pasado: incorpora los símbolos antiguos y los reescribe según nuevas preocupaciones —ecológicas, políticas, identitarias— convirtiendo la figura en un espejo que sigue reflejando las tensiones de cada época. La tarea del crítico y del creador consiste en leer tanto la huella histórica como las posibilidades metáforas que la bruja ofrece.
En conclusión, del teatro isabelino a las recopilaciones folclóricas, la bruja ha sido vehículo de significados cambiantes: emisaria del temor, símbolo de sabiduría renegada, figura estética y reclamo comercial. Investigar su presencia en la literatura y el arte obliga a moverse entre textos, imágenes y contextos sociales: cada representación es un palimpsesto que combina miedo y fascinación, represión y resistencia. Ese entrelazamiento convierte a la bruja en uno de los arquetipos más fecundos para pensar las relaciones de poder, la construcción del otro y las formas a través de las cuales una sociedad narra sus propios límites.
De Macbeth a Harry Potter: la transformación del mito
La figura de la bruja ha recorrido un arco sorprendente en la literatura y el arte: desde la amenaza colectiva que encarna la triple profecía en Shakespeare hasta la heroína escolar que habita los pasillos de Hogwarts. Este capítulo traza ese viaje, examinando cómo contextos históricos, cambios estéticos y movimientos sociales han ido resignificando a la bruja, fragmentando su imagen monolítica y multiplicando sus voces. La transformación no es lineal ni uniforme; conviven huellas de persecución, imágenes de poder oscuro y relecturas que celebran la autonomía femenina y la transgresión creativa.
Shakespeare y las “weird sisters” en Macbeth ofrecen un punto de partida fascinante: no son brujas aisladas, sino agentes de ambigüedad moral y profecía que ponen en marcha la tragedia. La obra señala la capacidad de la figura brujesca para encarnar lo inquietante, lo fuera de norma, y para cuestionar la autoridad del poder legítimo mediante la palabra y el destino. A partir de la Edad Media y el Renacimiento la imagen se hizo policéntrica: la bruja podía ser charlatana, sabia, herética o sencillamente una mujer vulnerable convertida en chivo expiatorio. Esa polisemia permitió que la bruja se adaptara a múltiples discursos: teológicos, políticos, psicológicos y estéticos.
La persecución temprana —la caza de brujas de los siglos XVI y XVII— impregnó la iconografía: idiomatizada en escobas, calderos, aquelarres y pactos infernales. En el arte y en los archivos de justicia, la bruja aparece tanto como estereotipo legal (la peligrosa seductora del pacto) como figura social (la curandera desplazada). La documentación de procesos muestra cómo se instrumentalizó la acusación para resolver conflictos locales y reforzar normas patriarcales. La literatura de la época recogió y amplificó esos miedos, pero también sembró semillas para su crítica: algunos textos comenzaron a explorar la injusticia de las acusaciones y la fragilidad de la verosimilitud legal.
En el arte pictórico la bruja adquirió tanto dimensión grotesca como poética. Desde las escenas satíricas de Pieter Bruegel y los paisajes infernales de El Bosco hasta el romanticismo sombrío de Henry Fuseli y la agudeza crítica de Goya en su «Aquelarre», la bruja se prestó a la fabricación de imágenes que mezclan lo ceremonial con lo cotidiano. Los artistas explotaron la figura para cuestionar ordenes sociales, explorar el inconsciente y dramatizar la tensión entre razón y superstición. En el siglo XIX, la estética del terror y lo sublime incorporó la bruja en narrativas que mezclaban folclore, exotismo y afirmación del genio creativo frente a la norma.
El cambio de siglo trajo nuevas capas: con la literatura gótica, la bruja devino instrumento de miedo y erotismo; con el modernismo y las vanguardias, muchas artistas y escritoras comenzaron a reapropiarse del término como símbolo de independencia. A lo largo del siglo XX la bruja aparece en novelas, cómics y cine bajo una diversidad inédita: la bruja malévola de los cuentos de hadas, la bruja marginal de historias urbanas, y la bruja-heroína en relatos feministas. La relectura feminista analizó el mito como mecanismo de exclusión patriarcal y, simultáneamente, rescató su potencial simbólico: la bruja como curandera, conocedora de saberes no institucionalizados, portadora de una autonomía peligrosa para las estructuras dominantes.
En el tránsito hacia la cultura popular contemporánea, la magia dejó de ser sólo metáfora del peligro para transformarse en universo narrativo. Aquí es donde surge el contraste más notable entre Macbeth y Harry Potter. La saga de J. K. Rowling normaliza la brujería: la magia es habilidad, estudio y comunidad. Las brujas (y los magos) son estudiantes, profesionales y ciudadanos de un mundo paralelo que reproduce muchas estructuras sociales humanas. Se sustituyen la condena y el estigma por la escolarización y la pertenencia, aunque persisten tensiones morales: prejuicio, racismo mágico y abuso de poder. Harry Potter desestigmatiza recursos expresivos (varitas, hechizos, pociones) pero también comercializa la figura, convirtiéndola en producto cultural masivo.
En la imagen contemporánea y en el fan art, la bruja se despliega como una paleta de posibilidades: desde retratos intimistas que la humanizan hasta instalaciones performativas que invitan a la participación colectiva. Museos, galerías y plataformas digitales muestran cómo el imaginario brujesco se integra en prácticas de memoria y protesta, en celebraciones de identidad y en reflexiones sobre ecología y saberes ancestrales. La circulación mediática de brujas buenas y malas, de brujas míticas y mundanas, evidencia que el mito no desaparece: se recicla, multiplica y negocia relevancias culturales.
Mirar de Macbeth a Harry Potter es reconocer que la bruja funciona como espejo cultural: refleja miedos, deseos, tensiones de género, y modelos de autoridad. La transformación del mito no cancela su historia de violencia ni sus usos negativos, pero sí demuestra la capacidad de las sociedades para resignificar símbolos. En los textos y las imágenes coexisten advertencia y celebración, acusación y reivindicación; y la tarea del crítico o del creador es desentrañar esas capas sin simplificar. La bruja sigue siendo un motor narrativo poderoso, porque articula lo imposible con lo mundano, lo temido con lo anhelado.
Para acabar, conviene pensar en el futuro del mito: las herramientas digitales, las políticas de género en expansión y la hibridación de géneros artísticos ofrecen terrenos fértiles para nuevas brujas. Algunas volverán a ser temidas; otras serán celebradas; muchas más estarán en tonos intermedios, contradictorios y vibrantes. La historia de la bruja en la literatura y el arte sigue en curso: cada nueva obra no solo remite a Macbeth o a los aquelarres de la Edad Moderna, sino que remueve la sedimentación cultural para inventar formas inéditas de imaginar el poder, la diferencia y la magia.
De Goya a las películas contemporáneas
La figura de la bruja ha viajado por siglos de pintura, grabado, teatro y cine acumulando capas de significado que rara vez coinciden. En este capítulo propongo recorrer un eje visual y narrativo que parte de la España ilustrada y romántica, atraviesa la literatura europea y desemboca en las pantallas contemporáneas. La bruja sirve a la vez como espejo de miedos colectivos —religiosos, políticos, de género— y como recurso plástico para explorar lo sublime, lo grotesco y lo mágico. Analizar su presencia desde Goya hasta los filmes modernos permite ver cómo cambian las técnicas, pero persisten algunos símbolos y preocupaciones: la noche, el aquelarre, la marginalidad y la ambigüedad moral.
Francisco de Goya ocupa el primer plano de esta historia visual. Obras como El aquelarre (también conocido como El gran cabrón) y la serie de grabados Los Caprichos transformaron la tradición iconográfica de la bruja: la convirtieron en figura de sátira social y de crítica a la superstición, pero al mismo tiempo en un personaje terrorífico y fascinante. Goya reinventa la atmósfera mediante composiciones nocturnas, grotescos deformados y un manejo dramático del claroscuro que subraya la mezcla de horror y humor. Sus imágenes fijaron en la imaginación colectiva elementos que reaparecerán en siglos posteriores: la circulación de animales nocturnos, la distorsión de la figura humana y la sensación de un rito clandestino que cuestiona la moral oficial.
La tradición literaria acompaña y alimenta la iconografía: desde las brujas de Shakespeare en Macbeth hasta los tratados inquisitoriales y las crónicas de caza de brujas, la figura literaria se construye como agente de transgresión y fascina por su ambivalencia entre poder y persecución. En la novela y el cuento moderno la bruja ha pasado por diversas relecturas: bruja como villana absoluta, como víctima de violencia patriarcal, como portadora de saberes alternativos, o como figura de empoderamiento. Obras y autores que reconfiguran el arquetipo —desde relatos folclóricos recopilados hasta novelas que recuperan perspectivas femeninas— crean puentes entre la iconografía pictórica de Goya y la teatralidad visual del cine.
El cine recoge, transforma y expande esa herencia. Películas como Rosemary's Baby (1968) y The Wicker Man (1973) usan la bruja y la brujería como chassis para explorar paranoia social y religiosidad alternativa. En las últimas décadas han surgido dos líneas contrapuestas: por un lado, el terror que recupera la estética de los grabados y la pintura —movimientos de cámara que simulan la composición pictórica, iluminación que remite al claroscuro, criaturas deformes— y por otro lado la narrativa que humaniza a la bruja, convirtiéndola en protagonista de historias de solidaridad femenina o magia cotidiana (víctimas convertidas en agentes, círculos de mujeres que practican hechicería como resistencia). Filmes como The Witch (2015) y Suspiria (1977, y su remake de 2018) dialogan directamente con la herencia visual de Goya: uso de paisajes agrestes, atmósferas opresivas y una tendencia a deformar lo humano en función de una tensión moral y simbólica.
La representación cinematográfica se sostiene en técnicas específicas: iluminación direccional para crear planos que parecen pintura; sonido diegético y no diegético que insinúa lo oculto (susurros, crujidos, viento como personaje); montaje que revela gestos de brujería mediante saltos temporales o planos detalle del caldero o de ojos. Además, el diseño de producción y vestuario toma de Goya la paleta de ocres y negros, los volúmenes exagerados y la deformación expresiva. En los efectos digitales contemporáneos la bruja puede ser monstruosa o sutil, y esa elección comunica la dirección ideológica del film: ¿se pretende condenar, explicar, empatizar o celebrar?
El análisis no puede obviar la dimensión sociopolítica. La historia de la persecución de brujas está ligada a disciplinamientos de género, control de cuerpos y leyes religiosas; de ahí que las reinterpretaciones actuales a menudo busquen reivindicar autonomía, identidad y saberes femeninos. Al mismo tiempo, muchos filmes recuperan la imagen de la bruja para hablar de otras opresiones: racismo, colonialismo, control estatal. Así, la bruja deviene figura para narrar marginalidad y resistencia, o bien icono para explorar la culpa colectiva. En la producción española moderna hay ejemplos que mezclan comedia y crítica social, como Las brujas de Zugarramurdi, que juega con lo grotesco y lo folklórico para reflexionar sobre la histeria colectiva.
Cerrar este recorrido implica reconocer que Goya no anunció un destino cerrado, sino que inauguró una manera de mirar lo oscuro y lo marginal que continúa informando la imaginería contemporánea. Las películas de hoy reciclan, reinventan y discuten esa tradición: a veces condenan, a veces celebran, a veces la neutralizan en beneficio del espectáculo. El hilo común permanece: la bruja sigue siendo un espejo donde se proyectan temores y deseos colectivos. Seguir este hilo en museos, novelas y salas de cine revela tanto la persistencia de estigmas como la potencia de la imaginación para transformar figuras de persecución en figuras de voz y sentido.
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