1155 Como ha habido muchas canonizaciones, naturalmente se habla mucho de los santos y dieron las madres Pías en hablar de que a todos los funda- dores los canonizan y de que tenían obligación de ser santos y canoniza- dos. Decían así mil cosas en las cuales yo me veía aludida. Al principio no les hacía caso porque al fin sé bien que ando muy lejos de corresponder a las gracias excepcionales que Dios me concede; pero a fuerza de repetirse la cosa, me fui impresionando hasta que aquello constituyó un remordi- miento, una pena grandísima. Comprendía que Vos, Señor de mi alma, me habéis tomado como de la mano, sin faltarme con las gracias aún las más extraordinarias que habéis dado a los demás fundadores y a la vez me era claro el abismo negro de mi ser y la negación de todo bien que hay en él. Naturalmente estas dos vistas: Vuestras gracias y mi esterilidad, me mos- traban claro que el fracaso de mi alma era irremediable, puesto que al darme tantas gracias dejabais conocer vuestra voluntad dulcísima de que sea santa y el fondo de mi vida me muestra que no lo soy, ni encuentro siquiera manera de serlo y por consiguiente obro abiertamente contra vues- tra adorable voluntad. ¡Dios mío, me vi perdida y tampoco hallaba camino por dónde andar mejor! Me encontraba como quien tiene que volar so pena de la vida y no tiene alas, ni aparatos, ni más que un cuerpo de hierro cada vez más pesado. No tenía un sacerdote con quien iluminarme porque esta diversidad de lenguas... Envuelta, por decirlo así, en una capa de tinieblas, me entriste- cía inútilmente porque con ello no hacía más que cansar o agotar las fuer- zas. ¡Sola, en una pieza estrecha, pasaba días enteros como abismada en esta oscuridad! ¡Mas Vos, Señor mío, que por dondequiera me cercáis de luz, no me habías de dejar mucho tiempo en agonía tan negra! Y, no sé cómo, en un momento se hizo la luz en mi alma, imprimiéndose en ella, de modo vivísimo, estas palabras: ¡Yo lo haré! Entendía perfectamente que se refería a consolarme y a iluminarme. ¡Bendito seáis, Señor de mi alma, mil y mil veces, porque Vos lo haréis! ¿Y cómo no? ¡Si vuestra gloria lo reclama y yo... qué impotencia! Ni alzar una paja puedo por mí misma, ¿cuánto menos hacer una santa? ¡Sí, lo haréis y os glorificaréis, colmando el anhelo de mi corazón! Se hizo la luz en mi interior, con una paz que supera a cuanto puede decirse. ¡En esto acabo de conocer que Vos, Dios mío, hollasteis mi alma porque siempre la huella de vuestros pasos es paz! ¡Porque sois el Dios de la paz y la suavidad luminosa acompaña siempre vuestro paso por las al- Capítulo LXVI. Mi alma en Roma