426 En San Jerónimo, encontramos que ya mi madre y María Jesús López nos habían conseguido posada en la casa más grande de la población, ha- bitada por una señora anciana, que había sido conocida y amiga de las dos. Esta señora era único miembro viviente de una numerosa familia que ha- bía desaparecido trágicamente. Tres o cuatro de los hombres habían muer- to impenitentes y quizás suicidas algunos y habían sido enterrados en la misma casa, de modo que nos tocó dormir en un salón que era como un cementerio, con los muros llenos de retratos de esos desgraciados. Se dice que la desgracia de esos pobres señores fue haber perseguido al clero en las guerras. Pues en aquella casa vivía la pobre señora, la vida más triste. Nos recibió muy bien y mostró con su generosidad que era verdaderamen- te cristiana. Pero nuestra impresión al saber que allí reposaban los restos de aquellos desgraciados, muertos sin Dios y teniendo a la vista sus retra- tos, fue un verdadero tormento. ¡Ay Dios mío! ¿cuándo se podrá pensar sin inmensa amargura en la pérdida eterna de las almas? ¡Jamás! ¡Y para que en el cielo no nos ator- mente este pensamiento tendrá Dios que cambiarnos! Comprendo cómo se verificará ese cambio, por el amor puro de Dios, pero mientras estemos en la tierra, ¡esto es lo más terrible, entre lo terrible! En el cielo participa- remos del modo de sentir de Dios; nos identificaremos tanto con Él, ¡que fácilmente gozaremos con sus justicias con los réprobos! Desde la tierra columbramos que nuestra dicha no será turbada con nada y que el "Id malditos al fuego eterno..." que dará Dios a los desdichados condenados, será seguido del nuestro, porque no habremos de tener otro querer que el de Dios y su gloria nos importará más que todo; la reparación que ella reciba, o su venganza, nos será amadísima y dulcísima, pero mientras tan- to que esto llega, ¿hemos de sufrir esta amargura tan honda, Dios de mi corazón? Por mí, sé decir, padre mío, que creo que hasta la carne se me despedaza cuando considero la desgracia de la pérdida eterna de las al- mas. En brazos de Dios Después de recibir la sagrada comunión, de manos de un sacerdote an- ciano, emparentado con los señores de quienes cosas tan tristes he dicho, pero santo y venerable, salimos de San Jerónimo llenas del entusiasmo más grande porque como al fin, las impresiones tan fuertes de la salida nos habían privado de saborear la aurora, por decirlo así, de nuestro ideal, o mejor dicho del cumplimiento de los designios de Dios, ahora que ellas se alejaban, dejaban el campo a la dicha. Fuimos aquel día a un sitio llamado Capítulo XXVII. En brazos de Dios