461 Me estremezco de que alguno pueda ver esto desde otro punto de vista que no sea el de las misericordias de Dios con los pobres y el favor que Él debe a la propagación de la fe, misericordiosamente también. Esta miseria y esta peste eran sin duda permitidas por Dios, para hacer brillar su influencia en esta obra de la misión entre los infieles que rodean a Dabeiba; qué digo, influencia? No, ¡para mostrar que Él sólo era el due- ño de la obra! ¡Dios mío, cuánto amas a los pequeños! En ese sentido también entro yo en el número de tus preferidos. ¡Bendito seas! Jamás fui aplicada a la medicina; ni me empeñé en curar enfermos; al contrario, en casa siempre me confiaban lo menos posible los enfermos, porque los dejaba sufrir, a mi pesar, por supuesto. Al decir esto, Padre mío, se me viene a la memoria un hecho que quizás debo referir, en abono de lo que vengo diciendo y para que se vea como no era mucha mi caridad con los enfermos: En 1900 estaba con tifo Carmelita y ya todas las personas que ayuda- ban estaban rendidas de trasnochar. Me ofrecí con la mejor voluntad a reemplazarlas y me aceptaron el ofrecimiento por la necesidad, pues a mí jamás me tocaban estas cosas, parte por lo poco hábil y parte porque como enseñaba mucho, temían por mi salud si perdía sueño. Tan luego como quedé con la pobre enferma, hice con Dios el negocio de aprovechar muy bien la noche gozando de su presencia, ya que el sueño no me la quitaría, a la vez que veía a la enferma y le servía en todo. La enferma estaba en estado de adormecimiento febril, de modo que para darle las medicinas ordenadas por el médico, bajo grave responsabi- lidad, había que llamarla. Viéndola tan quieta salí a un balcón, miré el cielo estrellado y no supe más de mí, ni de la enferma. Quizás como tenía costumbre de hacerlo, pensé en algo de Dios, con intención de hacerlo brevemente y no fui dueña de mi misma. Cuando advertí estaba llena de lágrimas, muy encendida en fervor pero no creía que hubiera sido larga mi oración. Entré a ver la enferma y la encontré malísima. Me había llamado y buscado con los ojos desde su lecho y al no encontrarme hubo de resig- narse, la pobre. Naturalmente con la falta de las medicinas que eran para mantenerle la temperatura baja, la fiebre le subió y se vio en gran peligro. Yo me empe- ñaba en decirle que sólo había faltado un minuto mientras hacía una cosa; pero tuve que convencerme que falté muchas horas y que me porté mal y Capítulo XXIX. Se manifiesta la misericordia de Dios