486 de haber pensado que nadie volvería ni a verme ni a saber de mí. ¡Pobre gallina ciega! Él no convino en darme mula, porque parece que se le volvía cuesta arriba que señoras montaran en tan ásperos animales y verdaderamente ésa era la idea general; ¡pero porque no habíamos llegado las señoras a misioneras! Las misioneras ya no miramos ni lo agradable ni lo elegante sino lo seguro, lo fuerte, lo eficaz. Nos dio un caballo joven y de buena raza pero tan sólo comenzado a arrendar, de modo que pronto tuvimos que cambiarlo por una mula. Sali- mos muy agradecidas y edificadas del señor obispo. No sólo nos dio lo dicho sino que se despojó de su propio reloj, de una de las mantas de su cama y de otras cositas de uso personal, para darnos algo para los indios. Nuestra mayor edificación se desprendió del espíritu de celo hermosísimo que pudimos observar en el prelado y su amor a todo lo pobre. De albéitares y arrieros No es poco curioso lo de las bestias de la misión, asunto en que jamás pensé porque, ¿quién iba a suponer que habíamos de andar tanto a caba- llo? En mi mente habían figurado mucho las tiendas de campaña y los ranchitos de zancos y las noches en el monte y el hambre, etc., pero mulas y viajes a caballo jamás se me dejaron ver. Sin embargo, muy pronto des- pués de estar en Dabeiba, vi que había que viajar a caballo y que muchas veces para buscar los indios, debía darles a las hermanas el alivio de un caballito, siquiera en donde las vías lo permitieran y que teníamos que aprender todas las reglas que estudian los hombres para ejercer la profe- sión de albéitares y de arrieros. Y que no sólo debíamos usar caballos, única cabalgadura que se usaba entre las de nuestro sexo, sino que debía- mos hacerle frente a las dificultades de las mulas para utilizar su agilidad y seguridad en los caminos rudimentarios que transitábamos y que el ma- nejo de los avíos de montar y sus remiendos debían sernos tan familiares como el manejo de la aguja en el costurero. Me propuse, pues, en vista de esto, conseguir animalitos de los que indico; pero no había con qué. Eso no importaba para nuestra fe que no conoció inconvenientes. Verá padre, cómo fuimos haciendo nuestra recua. La madre San Benito había entrado a la empresa un caballito rucio que me cargaba a mí y el que en la primera excursión de que hablaré después, Capítulo XXXI. De albéitares y arrieros