865 En Uré Llegamos a Uré, de donde había salido hacía tres años y ¡qué hermosa sorpresa, padre mío! Verdaderamente las hermanas habitaban el mismo desmantelado ranchito en el cual dimos principio a la cristianización de aquel caserío de paganos, ranchito feo, desmantelado y casi caído, en el cual habían las hermanas hecho muro para su dormitorio, pegando perió- dicos con engrudo sobre las cañas y varas que cercaban la piececita, dejando toda facilidad para que los curiosos negritos vieran cómo dormían las her- manas. Guaitaran hermana durmida, como decían ellos. Pues a fuerza de poner y superponer periódicos y revistas que por fortuna, de cuando en cuando, pero en mucho número les mandaban de Medellín, habían hecho un muro muy resguardado y hasta bonito. ¡Dios mío, qué recursos los que inspiras a los que por amor han dejado las comodidades de la vida civilizada, para ir a buscarte las almas, encanto de tu Corazón! Aquel dormitorio que era la única clausura era un encanto y en él se había hecho lugar para todo cuanto necesitan las felices misioneritas ¡que sólo buscan cielo ancho para sus hijitos de las selvas! ¡Dios me las conserve siempre en tan hermoso espíritu! Mientras las misioneritas estaban como las había dejado hacía tres años, en su pobreza y condiciones de vida, los negritos se habían cristianizado hasta ver con suma alegría de mi alma, que cada día el santo padre Patricio repartía casi lleno un copón de formas. ¡Dios mío, qué era aquello! ¡El señor Hilario, antiguo representante del sacerdocio pagano, que había de- jado de desempeñar sus funciones supersticiosas, había muerto cristiano después de comulgar muchas veces y había sido reemplazado en el pue- blecito por el santo padre Patricio, sacerdote católico de la congregación alemana del Divino Salvador! ¡Las grandes y casi inconcebibles privacio- nes de las hermanas habían sido compensadas con aquella pesca de almas cuyo número quizás ascendía a tres mil! ¡Dios mío, y ya había culto a Dios en donde antes se le tributaba al diablo! ¡Era de ver el amor de esas pobres gentecitas y su fervor! ¡Vi escenas que me hicieron llorar muchas veces! La Madre San José, como era su deber, había ido desprendiendo a los negritos de sus prácticas y fiestas paganas, restos heredados de sus antepasados del África, y en todo la habían complacido estos queridos hijos, pero quedaba en las ancianitas un tal dolor por sus fiestas antiguas, que varias veces se me presentaron a pedirme que le dijera a la Madrecita San José que así como ellas le habían dado gusto en todo, les volviera a conceder sus fiestas y que especialmen- Capítulo LI. En Uré